El Monstruo Velázquez

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Si hay quienes critican con cierta justeza la actual moda de la literatura autobiográfica, ¿qué se puede decir de una escritura como la de Carlos Velázquez, que pareciera engolosinarse hasta el paroxismo en su ego? Claro, se podría decir que una escritura como la suya es un ejemplo radical de la autoficción -habrá quienes ya lo han dicho-, pero quiero pensar que no es tan sencillo. Quiero pensar que, en realidad, ese monstruo llamado Carlos Velázquez, el personaje, no el autor -aunque quién sabe y tal vez sean el mismo- es una de las metáforas mejor logradas de la literatura actual en español sobre la incontinencia.

En la última de las crónicas de Aprende a amar el plástico pareciera que, por primera vez en todo el libro, Carlos va a renunciar a salirse con la suya. Pero unos párrafos más abajo se concreta el presagio: “no nací para la resignación”, casi se lamenta. Esa frase debería ser el título de este libro, en el que, crónica tras crónica, presenciamos la delirante incapacidad de abstinencia del narrador. Ni la mala suerte ni la buena conciencia ni las rupturas amorosas ni la bancarrota ni el deterioro naso-hepático son obstáculos cuando se trata de cumplir sus deseos. Si no es por un poco de cocaína, conseguida a costa de la salud nerviosa de su novia, es por seguir la parranda a costa de la cuenta bancaria de una desconocida, o de embriagarse con carne antes de ir a ver el concierto del ídolo vegano, o de tener sexo con cuatro prostitutas seguidas mientras pierde el vuelo para visitar a su novia en su cumpleaños…

Como todo buen incontinente, Carlos siempre tiene patrocinadores, desde su dealer (su “dylan”) hasta el fantasmita de su amigo El Pájaro, “un malandro que era más que un hermano para mí. El güey se ahorcó en 2005 porque no soportó el síndrome de abstinencia”, al que invoca para que no lo descubran usando una tarjeta de débito ajena. Y como todo buen incontinente, también tiene chivos expiatorios eficientes, como el par de “matolotes” amigos suyos que lo “obligan” a ir al “teibol”, o el mismísimo Nacho Vegas, quien, en medio de una entrevista, le invita una cerveza obligándolo a comenzar a beber de nuevo, cuando minutos antes había prometido no hacerlo por un tiempo: “¿cómo decirle no a Nacho Vegas?”. Pero la otra cara de la imposibilidad de refreno es la pasión con la que se asume los vicios. En Aprende a amar el plástico, la cocaína, el sexo, el dinero, pero especialmente la música, son los móviles básicos detrás de la insaciabilidad.

Después de pensar varias veces en la idea de lo “monstruoso” del personaje-narrador, y cuando me disponía a escribir este texto, volví al principio del libro, al epígrafe. Y claro, el “monstruo” se remonta a la “bestia pop” ricotera. Siempre me ha llamado la atención lo bestial del fanatismo argentino por el rock, y también lo monstruoso, valga la redundancia, de sus monstruos. Charly a la cabeza (de quien Carlos, el autor, se declara fanático), los Redondos, el fenómeno rolinga, lo del Cromañón y cosas como lo de Pity de hace unos días lo confirman una vez tras otra: el mito de la insaciabilidad, que es, en última instancia, sobre el que se sustenta el ídolo pop, es también el mito de la insaciabilidad de las masas. Y eso Carlos lo sabe muy bien, por eso el núcleo central de Aprende a amar el plástico son las crónicas sobre conciertos, o, para ser más precisos, las crónicas sobre la experiencia de oír y ver al ídolo pop estando integrado a la masa. Conciertos como el de Marky Ramone, al que Carlos no puede resignarse a faltar “aunque tenga que ir en silla de ruedas”, o los de Morrisey y Public Enemy, a los que ingresa casi por intervención divina, o conciertos como los del Vive Latino, a los que va aunque su incontinencia anal, provocada por el Pylori, sea proverbial. Acá la metáfora adquiere ribetes literales...

Interlude estilístico

Pero, dejando las alusiones escatológicas de lado por un segundo, quiero hacer una pequeña digresión sobre la escritura en Aprende a amar el plástico. Aunque aparente lo opuesto, la eficacia del estilo de estas crónicas se basa, en parte, en una cantidad limitada de registros literarios. Con eso no digo que la escritura de Carlos sea poco imaginativa. Al contrario, la riqueza de su estilo radica en que, como lectores, no nos damos cuenta de las reiteraciones. Me refiero por ejemplo al tipo de humor enumerativo como “Menos mal que no compré los boletos desde antes. Es uno de los peores errores que puedes cometer junto a venirte adentro” y otras variaciones de escritura coloquial que abundan, como el remate sentencioso tipo “la banda platica, se pasa el churro. Se evade. Pero en armonía. Este lugar se respeta”. Ese tipo de registros también confirma el rol maestro que tiene la escritura ondera en la prosa de Velázquez. No en vano siempre repite que José Agustín fue uno de los pocos autores mexicanos que lo influyeron, solo que, en vez de mota, la droga que marca el ritmo de la prosa velazquiana es la coca, y con ella todas las consideraciones ideológicas que se derivan.

Plastic fantastic lover

Ok, volvamos a las alusiones escatológicas.

En la Feria del Libro de La Paz del 2014, se organizó una mesa redonda sobre la narrativa boliviana del siglo XXI. En su ponencia, que personalmente considero la más lucida de todas, Maximiliano Barrientos se asumía como un escritor “que escribe desde y para el cosmopolitismo”, y recordaba que de joven solía repetir que una canción de Lou Reed hablaba más de su experiencia vital que cualquier taquirari. El taquirari es la forma musical más representativa de la identidad cruceña, lugar de origen de Barrientos, por lo que la mención de Reed no es solo anecdótica. En el imaginario de Barrientos, el compositor gringo fungiría de contra-modelo de su propia identidad nacional, localista y atrasada.

Por otra parte, hace unos años charlábamos con Javier Rodríguez y Adrián Rojas sobre el posible momento en que la Velvet Underground empezó a ser una banda de culto en Latinoamérica. Si bien la leyenda de Reed probablemente haya llegado por estos lados antes que la de su banda (gracias a la colaboración con Bowie para sus discos como solista), solo la experiencia de la Velvet lo justifica como un héroe de la historia del pop. Por ejemplo, hablando de países fuera del ámbito anglosajón, el primer disco tributo francés a la Velvet, Les Enfants Du Velvet, es de 1985 y en España los conocían desde la época de la Movida (Los Escaparates, la segunda banda de Eduardo Benavente, tocaba una versión del Black Angel’s Death Song que nunca fue grabada). Pero al parecer, y si nuestras sospechas son ciertas, la recepción de la banda en Latinoamérica fue muy tardía. Es posible que los primeros en hablar de ella hayan sido la revista argentina Cerdos & Peces, a fines de los ochenta, y, por la misma época, Luca Prodan, que los había escuchado en Europa. Pero la primera versión latina de uno de sus temas data apenas del 95, cuando Los Tres grabaron su famoso cover de “All Tomorrow’s Parties”, mientras que el primer y único disco tributo a la banda, Tributo argentino a Velvet Underground & Nico se grabó recién en 2014.

Aprende a amar el plástico toma su título de una línea de Lou Reed en el libro Please Kill Me. La centralidad de un personaje como el neoyorquino en estas dos narrativas personales no es, no puede ser una coincidencia, es una declaracion de principios. A lo que apuntan ambos casos es a que la necesidad de lo hip es sintomática, y ni Barrientos ni Velázquez pueden escapar de ella. Sin embargo, teniendo en cuenta lo tardío de la recepción de la Velvet en Latinoamérica se entiende también que la incontinencia sea total: no hay resignación porque nunca seremos lo suficientemente modernos, lo suficientemente cosmopolitas. Es decir, nunca podremos medirle el pulso a la contemporaneidad.

Pero, ¿qué significa todo esto en tiempos del internet? Si bien ya nunca podremos establecer con certeza la primera vez que algún fenómeno apareció en algún lugar, como si se puede hacer por ejemplo con la recepción de la Velvet en Latinoamérica, la imposibilidad de medirle el pulso a la contemporaneidad artística es todavía un problema, incluso, si cabe, más grande. Ya no se trata del asunto centro/periferia, sino que ahora, más que nunca, el carácter fetichizado de la obra artística, es decir, la imposibilidad de poseerla, se muestra total. Algunas de las crónicas de Carlos son magistrales en ese sentido, porque expresan la paradoja de tener enfrente al ídolo, a la bestia, al objeto del deseo, sin poder tocarlo, sin poder poseerlo. Eso no ocurre solamente en las crónicas de conciertos, en los que se ve con nitidez esa imposibilidad, sino, por ejemplo, en la de su visita al Hong Kong, table-dance de Tijuana que, según Velázquez, está considerado uno de los mejores del mundo, o en la de su viaje a Albuquerque, en donde se puede visitar varios de los lugares donde fueron rodadas partes de la serie Breaking Bad.

De plástico es la tarjeta con la que se compra más plástico y con la que se preparan las líneas para esnifarlas, de plástico son los senos de la prostituta con la que el Monstruo Velázquez tiene el único orgasmo de la noche y de plástico era el muñeco gringo contrabandeado que su padre le regaló en su infancia… el plástico como el símbolo perfecto del consumismo (¿alguien recuerda la “ciudad de plástico” de Rubén Blades?), pero también del vacío que sobreviene después del acto de consumo/consumación. El set natural de Breaking Bad como un cuadro de una calle vacía de Edward Hopper detrás de cuyas fachadas no hay nada. La ilusión momentánea que significa estar en un mismo espacio con tu ídolo mientras lo escuchas tocar la música que antes solo habías escuchado en un aparato mecánico. El último brillo del último gramo de coca antes de que acabe la fiesta. Hay que aprender a amar el plástico porque detrás del plástico no hay nada.

GIOVANNNI BELLO
Cincinnati, agosto 2018

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