Abuso de sustancias
Todavía no me repongo
de la resaca que me dejaron los textos de Velázquez. Yo, un pobre
semiabstemio aburrido y sin aguante, me veo superado por el vértigo de
estos relatos y crónicas.
Aunque el malditismo literario suene tentador, aunque siempre estemos
buscando situaciones límite que nos demuestren de qué estamos hechos,
por lo general, dar el paso inicial a ciertos excesos nos cuesta mucho.
Quisiéramos romper el tedio y sumergirnos en ese imaginario mundo de
alcohol y drogas donde tenemos el superpoder de soportar días enteros de
borrachera con sus respectivas resacas, noches pobladas de riesgos y
amenazas que sorteamos al ritmo de nuestras canciones favoritas. Tememos
las consecuencias, desconfiamos, nos sentimos frágiles, nos asusta el
castigo y perder lo amado. Nos quedamos aquí, de este lado, contemplando
esa locura salvaje que llegamos a sentir celestial. A veces,
tímidamente, contemplamos ese otro lado de la vida a través de nuestros
autores queridos, los antihéroes cuyas historias nos hacen sentir un
poco vivos.
A Velázquez
no le cuesta nada sumergirse en ese mundo. Es su hábitat, es el mundo en
que se funden sus experiencias y sus narraciones. De ahí proviene su
voz, el ritmo y la vibración que percibimos en la textura de sus
relatos.
En este libro,
en el que Velázquez conjuga la narración y el periodismo musical, se
filtra el acento generacional necesario para describir las experiencias
propias de esta época en la que algunos no podemos reconocernos aún como
adultos: los grandes festivales de rock, los locales nocturnos, el
contacto con íconos de la cultura popular, moderna o iniciática, el maná
soñado; todo aquello que nos hace sentir asombro en este mundo que cada
día nos derrota un poco más. Eso es lo que me hace sentir que estoy
ante un libro vivo, esa voz necesaria para expresar lo que un no
occidental siente al acercarse a la cultura anglosajona que inunda y
moldea nuestros gustos, nuestras expectativas e identidades, y que nos
arranca de nuestros precarios entornos latinoamericanos.
No estoy seguro de que Velázquez coincida conmigo en esto, en que esa
contradictoria identidad nos sitúa no en un punto privilegiado, sino en
un nivel en el que las cosas pueden tomar nuevos significados. En su
afán de acercarse a sus íconos, no solo no busca la formalidad que haría
que un gringo le entienda. No, todo lo contrario, se pierde en un
lenguaje auténtico, más latino, diría yo, incluso un lenguaje en clave
del norte de México. Velázquez dice: Miren, güeros, así siento yo esta
rola anglo, así suena dentro de mí. Su mirada apunta distinto, encuentra
matices y conexiones que quizás ni siquiera los creadores de las series
estadounidenses, que le fascinan y cuyos escenarios recorre como
devoto, tuvieron en cuenta. Velázquez renombra y otorga una vida nueva,
pues comprende plenamente los rituales, cada acto que modela al
individuo: un concierto significa una conexión con ciertos secretos
interiores, observar a una bailarina desnuda realizando acrobacias en un
teibol se convierte en un acto contemplativo que nos conecta con el
universo, acercarse a un área peligrosa de la ciudad para comprar
cocaína no tiene el único objetivo de aplacar el vicio, sino de lanzar
la mirada, de situarse ante el mundo.
Ahora que hablo de vicios, pienso que posiblemente el vicio más grande
de Velázquez sea escribir, ir narrándose la vida y sus eventos,
embelleciéndolos, quitándoles la grasa y la monotonía. Ese sí es un
vicio duro, propio de insomnes, una cualidad desconocida para escritores
de gabinete. Velázquez inhala la vida, se narcotiza con las substancias
que su cerebro genera al ficcionar. Y eso se siente. Un fumón huele, un
adicto al crack hiede. Los textos de Velázquez irradian la sustancia,
los ojos rojos delatores, los labios secos y la mueca traicionera. Y,
como buen pastrulo, Velázquez invita. Nos da un poquito, una ñizca de su
bolsa. Pícale, güey, con confianza.
Pero, de ese maremoto interior producido por el desarreglo de los
sentidos, es difícil salir ileso. Cuesta mucho y se arriesga demasiado,
pues el desequilibrio y la falta de seguridad económica y emocional que a
veces arrastran los excesos nos persiguen, y a veces llegan a
mordernos. Entonces hay que buscar un ancla, una fortaleza interior en
la cual protegernos. Puedo equivocarme, pero creo que Velázquez escribe
para protegerse, para que todo ese gran caos en que está inmerso cobre
sentido.
Quizás estoy
hablando huevadas, tal vez el consumo de estas crónicas me ha despertado
un tercer ojo tuerto que tengo por ahí. Pero cada quien hace con su
droga lo que quiere. Y a cada uno le pega distinto. A mí me pegan así
los libros. Hacen que me quede tieso mirando durante unos segundos un
pequeño rincón, reimaginando escenas, posibles diálogos, escenarios y
desenlaces. Y en esos segundos de narcotización literaria habitan
mundos, en pequeños segundos-universo. El sistema nervioso central se me
agudiza, tengo la sensación de que siento y resiento más el mundo. Así
que ahora me he quedado un poco así, pensando en las posibles rupturas y
abandonos, en las putas mágicas, en las bandas a las que nunca vi ni
veré. Desarreglado, pensando que si hubiera visto a Iggy tan cerca quizá
no me habría percatado de ciertos detalles, imaginando todas las
puertas que sin darme cuenta dejé cerradas y que podían llevarme a los
laberintos que describe Velázquez.
Me tomará varios días reponerme, ponerme serio de nuevo. Así pasa cuando la vaina es de calidad.