No joderéis al prójimo

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Recuerdo, de hace años, algún domingo de feria en la 16 de Julio, esa popular zona alteña que colinda con la autopista y que mira a la hoyada paceña con cierta indiferencia tal vez a causa del frío que desciende del Huayna Potosí vigilante que tiene tan próximo. Recuerdo que fui a comprar libros, y es que se encuentran maravillas, a veces; la última vez que fui retorné a casa con un ejemplar de la voluminosa novela Gente independiente del rarísimo, por lo menos en estas tierras sí, escritor islandés Halldór Laxness y que me costó Bs 20. Recuerdo que ese domingo del que quiero hablar me encontré con Alexis Argüello, quizás el librero más famoso de La Paz y del país. Recuerdo que pensé que qué mala suerte, dos cazadores se han encontrado en la selva inmensa repleta de hormigas con la misión de buscar buenas presas que llevarse entre dientes al hogar. No encontramos mucho en los lugares habituales, los establecidos. No fue hasta que llegamos a un tendido en el suelo donde una cholita (permítasenos usar este diminutivo cariñoso y no ese falso señora de pollera que nos han enseñado las generalmente tan hipócritas correcciones políticas) había amontonado varios libros de todo tipo que encontré uno de color verde, que más parecía un recetario, pero que descubrí que era Paradiso, de José Lezama Lima. Recuerdo que lo vimos al mismo tiempo, pero que esta vez el cazador veloz fui yo y que, Alexis, como buen alteño, no me jodió el hallazgo ni tuve yo que joderlo después para evitar esa primera jodida que luego de una eventual jodienda mayor quizás me hubiera dejado sin presa de haber sucedido. Así que sellamos la paz, el no habernos jodido la existencia de cazadores de libros, yendo a buscar a una casera suya que vendía deliciosos ispis. Cayó una lluvia rauda porque a Dios no hay quien lo joda cuando te jode y en el puesto atiborrado de devoradores de pescados, con los pies mojados pero con los libros adquiridos a salvo, esperamos mientras hablábamos de literatura boliviana, de algún escritor nacional de moda, de algún chisme de esa misma breve farándula y, por supuesto, de algunos rincones de esta ciudad que solamente conocen quienes la habitan, ya saben, hablamos de las cosas elevadas que se deben discutir cuando se saborea un poco de wallake caliente cuando el ispi no ha sido suficiente para aplacar el frío de la permanente jodienda divina.

Este libro de crónicas alteñas, No me jodas, no te jodo (Sobras Selectas, 2018), se veía venir porque El Alto tiene mucho que decir, tiene mucho que develar de lo que sucede en sus entrañas y que no se conoce porque esas son las sombras que los márgenes están condenados a habitar a veces; no me parece alocado pensar en El Alto como la verdadera capital boliviana (perdónenme el atrevimiento estimados lectores chuquisaqueños y paceños que hace más de un siglo se han batido —se han jodido— en guerra civil) porque es la ciudad periférica que quizás podría resumir la esencia de un país que, en el orden del mundo e inclusive en ciertos órdenes que reinan dentro de sí mismo, es marginal. Y no es casualidad que ese librero, inquieto buscador de historias, que luego de leer, vende, claro, de algo hay que vivir, hiciera de sus inquietudes un libro. Es por eso que, hablando de conversaciones elevadas y recordando este episodio de cacería fue que pensé mucho en esas altas sociedades que, a lo largo de nuestra existencia boliviana, han escrito no solo nuestra literatura sino también nuestra historia, claro, se entiende, ¿quién más lo iba a hacer? Decía, en algún momento, un escritor de moda que escribe para estas altas esferas, que “detestaba las novelas que intentan explicar un país” y que no iba a “cometer esa estupidez”, y, vamos a ser francos, me pareció una aseveración graciosa, pero que si algo tiene de bueno es que es auténtica y dice mucho de cómo se entiende la literatura en gran parte de la nueva generación de autores, aquella que comete la triste adolescencia de darle la espalda a los abuelos. “Tu envidia es mi bendición, wresentido”, podrían decirme, queriendo responderme en un lenguaje minibusero que sí podría comprender y, entonces, tendría que recordar que si algo alguna vez les envidié a escritores de la alta sociedad eran las hermosas bibliotecas que heredaban de sus padres. Pero que, viendo libros como este que ha surgido ahora, pienso que es al revés, que quienes vivimos en los márgenes de este país marginal y queremos escribir en realidad somos privilegiados porque estamos más cerca de quienes necesitamos, nuestros abuelos, que los nietos de Bolivia estamos condenados a intentar explicar el país donde nos parió el azar porque no podremos empezar a intentar explicarnos a nosotros mismos si no resolvemos, de alguna manera, lo que hay detrás de nosotros. Quizás, ahora, el ingenuo esté siendo yo en todo caso, no importa, las ideas están para discutirlas.

HISTORIAS. Qué privilegiados somos, decía, porque a nosotros los abuelos marginales nos cuentan detalles de la historia que no se han escrito viéndonos como los aprendices que en verdad somos y no teniendo que elevar la mirada ante el hijo del patrón. Es un privilegio, sí, y uno de los méritos de este libro de crónicas es que, de alguna manera, nos aproxima a ese abuelo que nos habla como el que le habla al nieto que necesita educación. Vamos a escuchar, ahora, qué es lo que han visto estos nietos o simples observadores (esto lo terminará decidiendo el lector, por supuesto) que miran a El Alto, esta ciudad que en realidad es más vieja de lo que dice ser, que no nos engañe el denominativo ciudad de reciente imposición.

¿Qué hace un pingüino en El Alto?, se pregunta, por ejemplo, Óscar Martínez, en su Crónica aviar y nos habla de esa feria de la eterna 16 de Julio. En Pan de batalla, Raimundo Quispe cuenta de la tradición familiar de los panaderos. Sangre, de Evelio Gutiérrez, narra un accidente en medio de la multitudinaria, caótica y muchas veces indiferente Ceja. En La soledad de los pobres hombres pobres”, Édgar Soliz muestra el mundo homosexual de la periferia y nos cuenta de sus experiencias en los api-videos pornos. El español Álex Ayala narra de cuando El Alto estuvo a punto de tener un club representante en la Liga del Fútbol Profesional que, paradoja, territorio del que cuesta desprenderse, se llamaba La Paz FC.

Me parece, sin embargo, que una crónica sobresale entre las demás, Vivir estido, de Tatiana Suárez Patiño, donde la autora indaga en el amor y en la memoria, en el rechazo, en la soledad y en las intrincadas maneras de pensar e imaginarse a uno mismo desde el otro, desde el incomprendido, desde el que no se deja comprender porque no acepta que lo jodan, que si alguien intentara hacerlo le correspondería joder también. Y me parece que puede significar un buen resumen de lo que busca este libro, establecer diferencias espirituales entre una ciudad, La Paz, y la otra, el otro, El Alto, que quienes no las han vivido a fondo entrevén como un espejo que se refleja a sí mismo. Y quién mejor para hacerlo que una sopocacheña enamorada de un alteño, La Paz que quiere comprender esa línea en el horizonte que se extiende implacable y que es El Alto que pareciera alejarse cuanto más cerca está. Es que se trata de morir, dirá Tatiana, y “morir bien es vivir estido”, que “quien ama lo estido, ama lo libre aunque duela, aunque cueste y sea ingrato o no dure para siempre, aunque se acabe”. Y explica la naturaleza de la palabra: “Se entiende por ‘estido’ el pasar de un estado A al estado B. Regularmente este cambio no es bueno. Por eso se cree que es un sinónimo de arruinar, dañar, o descomponer, pero en realidad esta palabra designa aquello que es y que no se puede nombrar con precisión, es la acción de transformarse en otra cosa, pero sin saber bien cuál es el resultado final. Y es que, en el fondo, como dice líneas más atrás la autora, también puede que el secreto sea obedecer el no escrito onceavo mandamiento: “No joderéis al prójimo”.

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