Incendiar la ciudad

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Leer es una gran manera de viajar. También es una gran manera de recordar. ¿Qué es el recuerdo si no un viaje fugaz a algún lugar que, estando, ya no está? Cuando leía los cuentos de ¿Y quién eres tú para juzgarme?, de Julio Durán, recordaba un viaje que emprendí cuando tenía 17 años. No era mi primer viaje solo, pero sí era la primera vez que viajaba al extranjero. El destino era Lima. No conocía mucho. Apenas había leído La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, y sabía algo, muy poco, de lo que había sido Sendero Luminoso por lo que se publicaba en los periódicos. Era la Copa América, recuerdo, y, junto a eso, lo que más me llamaba era la posibilidad de conocer el mar que, cuando lo vi por primera vez, me pareció maravilloso. Por otra parte, Lima también me sorprendió, me pareció inmensa. Toda la población de Bolivia cabría allí, en esa gigante mancha urbana enclavada en la arena.

Recuerdo la bruma persistente, recuerdo ciertas diferencias entre los distritos que hacen a la ciudad. Miraflores, donde tuve la fortuna de estar alojado, no es como La Victoria ni Barranco es idéntico a Chorrillos. Si toda ciudad —animal, monstruo— es espejo de otra ciudad, entonces todas las ciudades son una sola gran ciudad que encarcela a la especie humana.

Podríamos acercarnos un poco e intentar hallar paralelismos con lo que conocemos. Calacoto, para quien sabe observar, está más cerca de Miraflores que de La Ceja de El Alto, que quizás se aproxime más a La Victoria. Chasquipampa y Sopocachi estarían igualmente alejados. Para notar estos detalles no hace falta ninguna iluminación, bastan apenas las ganas de caminar y de observar, que es lo que alguien que aspira a ser un buen escritor debe hacer todo el tiempo. Y Julio Durán es un buen observador y me animaría a decir que es un gran caminante. Y que el sitio donde él prefiere caminar es el centro de Lima, que se parece nomás a nuestro centro paceño, edificios viejos, edificios modernos, buses, ruido, vida, habitantes de Sopocachi y La Ceja compartiendo las calles.

Uno de los cuentos más significativos del conjunto de relatos que se agrupan en el libro que presentamos esta noche es La forma del mal. Lo leí en el PumaKatari que me llevó de Chasquipampa a la Camacho y de vuelta de la Camacho a Chasquipampa porque es un cuento de esos que tienen más de 50 páginas. Cuando lo leía tenía la impresión de estar en una combi que ha salido del centro limeño para llegar al Jirón de La Unión y que luego se dirigía a Ate Vitarte.

Las voces de los personajes son las que le dan cuerpo a la narración, a través de las conversaciones podemos entender qué es lo que sucede en sus vidas. Un niño, el mejor alumno de su clase, muere asesinado por sus compañeros. El cobrador de una combi suele golpear a su esposa, quien ya está harta de recibir pocos soles para el alimento diario. Dos colegas de trabajo, habitantes de distintos barrios limeños, uno cercano al centro y otro donde todavía no llegan ciertas comodidades, discuten sobre cómo es mejor vivir. Una escena de este cuento que me parece conmovedora y que podría resumir el espíritu del libro es la pelea que sucede en el interior de la combi entre el cobrador y un maestro de escuela bajo de la excusa de una mísera moneda de veinte céntimos de más en el pasaje.

Y es que ¿Y quién eres tú para juzgarme? es una pelea constante. Entre ricos y pobres. Entre serranos y costeños. Entre mujeres y hombres. Entre mujeres y mujeres. Quien vive en las entrañas de una ciudad inmensa debe aprender a pelear. Obviamente no todas las peleas suceden a puñetazo limpio como la que ha tumbado al maestro y al cobrador en el suelo de la combi. La mayor parte de las veces son las palabras las que están encerradas dentro de un puño invisible que solo la lengua alcanza a desplegar.

El libro se inaugura con una pregunta, con un golpe que no solo está dirigido al personaje interlocutor, por supuesto, sino también al lector, no solo al peruano, también al boliviano: ¿Por qué tengo que querer al país si somos un país pobre?, corresponde al cuento titulado, no en vano, Dos preguntas. No en vano, porque en los cuentos de Julio Durán siempre hay dos preguntas principales, dos preguntas que dan vueltas mientras suceden los hechos narrados, un golpe y un contragolpe y es a partir de esas dos preguntas que, como sucede en todo buen artefacto de ficción, surgen las demás preguntas, las que inevitablemente se hace quien lee.

La otra pregunta del cuento al que me estoy refiriendo se la formula el narrador, un fotógrafo —un pituco, un jailón, como los conocemos aquí, compren el libro y pasen a leer El país de pituco, una introspección que hace un ejemplar de esta especie— citadino golpeado por la pregunta de un campesino de la sierra, que es ésta: ¿Qué debo hacer si un día toca mi puerta? ¿Qué hacer si ese otro ciudadano de mi país que parece más extranjero que un extranjero auténtico, el que vive lejos de mi hogar, de mi comodidad, el que vive allá en lo rústico, en casas de adobe, el sucio, decide tocar un la puerta de su bonito hogar? Y se contesta el mismo personaje: a veces, debo confesarlo, me arrepiento de haberle dado mi dirección y mi teléfono. Otras veces siento que no tenía opción.

Y es que no hay opción. De eso hablan los cuentos de Durán. Hablan de que las preguntas difíciles, cuya respuesta se aleja cuanto más ahondas en ella, deben hacerse. No hay opción, todos debemos vivir aquí. No hay opción, para ver otros mundos no hace falta viajar tanto, hace falta caminar y observar. Y preguntar, claro. Y pelear. Y al pelear incendiar la ciudad. Incendiar la ciudad se llama la primera novela de Julio y pienso que el título no tiene por qué estar alejado de ¿Y quién eres tú para juzgarme?, que al final un escritor, dicen, escribe un solo libro toda su vida. Pelear para que la ciudad se reduzca a cenizas. Esa ciudad inmortal, por siempre fénix. Para que de las cenizas todo empiece de nuevo una vez más.

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