El pendiente número 1
Los cuentos de Oscar Martínez (“Diez de la mañana de un domingo sin
fútbol”, Sobras selectas, 2017) tienen algo que no está explícito pero
que se presiente mucho. Por ejemplo, el cuento “21 imágenes” trata de
cumplir, a través de la premisa del mismo título, construir un panorama
contemplativo de la vida a través de imágenes, y es en este punto, en
esta revelación, que este cuento cumple su propósito: entablar una
complicidad minuciosa, anómala, con el lector.
“21 imágenes” son 21 párrafos, y en cada uno se trata de pintar una
situación, desde el testimonio de un hijo ante las posibilidades de
Dios, hasta el de un narrador que trata de entender qué siente un
adolescente adicto a la clefa en El Alto. Las similitudes de sensaciones
que despiertan estas imágenes contradicen a las situaciones-premisa:
¿qué tiene que ver un hijo esperando la muerte/recuperación de su madre,
con el esbozo de un narrador al ver a un “k´olo” de El Alto? Es en
estas dos situaciones que uno se da cuenta que ambos párrafos (que
parecen estados de Facebook), despiertan sensaciones curiosas, quizá
parecidas, muy ajenas en forma, pero muy parecidas en fondo.
Así, Martínez juega de manera seria con argumentos que devienen en la
misma sensación, o al menos se aproximan. Hablo de sensaciones en vez
de emociones, porque las primeras son casi intangibles, mientras que las
segundas luchan por ser tangibles: una emoción se apoya en el contexto,
en el detalle, como Bienvenido Myriel cuando describe las palabras y
las acciones exactas del Consevador “G” en “Los miserables”, de Victor
Hugo: los detalles, en “Diez de la mañana...”, están borrosos, casi son
referencias a la fuerza, porque no valen sino en cuanto a lo que puedan
llegar a despertar en el lector.
A esa clase de complicidad me refiero. Despertar en el lector una
forma de comunicación que no se rompa con los convencionalismos de las
situaciones, sino que juegue con ese otro aspecto “intangible”, que
pocos logran “asir” y mostrar al lector, de manera que este diga: “Pues
sí, esto sentí y tiene razón”.
Otra de las virtudes del libro de Martínez es su sentido de cómo
contar las cosas; estamos frente a un narrador que mueve situaciones por
medio de las sensaciones, y eso es un mérito que se queda en la mente
del lector, más allá de lo que el autor haya querido contar en cuanto a
lo tangible.
“Oídos, de paredes en una fila”, “Rocky en los andes” o “El cholo
burgués” son cuentos que poseen el sentido de cómo contar historias de
otra forma que no sea la convencional. Un narrador como Martínez, por
ser una voz nueva y distinta, hace que uno, como lector, logre “seguir
con la mentira hasta el final”; y la paradoja de la literatura se cumple
una vez más: le creemos al autor, pasamos las páginas y las leemos
hasta el final, porque entablamos esa nueva forma de comunicación, y
estamos de acuerdo con ella.
Para mí, cierto grado de la narrativa-arte implica ir y venir en la
memoria, sea en lectura como en escritura, un “ping pong” del ayer: Los
poemas de Gregorio Reynolds, como a Francovich, evocaron en mi corazón
los sonetos de Byron; ciertos cuentos de Giovanna Rivero y de María
Cristina Botelho me recordaron a la más lograda Munro y al maestro
Chejov; mientras que la última novela de Verónica Ormachea me arrastró
emotivamente a revivir “Opiniones de un payaso”, de Böll. ¿Por qué me
sucedió eso?, pues todos estos autores postularon a despertar en mí eso
que decía desde hace un rato: las sensaciones como puertas ocultas o
bloqueadas, como las que temió abrir Mary Shelley en “Frankenstein”.
“Diez de la mañana...” me recuerda al José María Arguedas de “Los
ríos profundos”, quien abrió una nueva forma de comprender la realidad a
través de la empatía que se sentía con sus palabras, de seguir una
narración en tanto la forma de darle forma al mundo y a lo que se sentía
dentro de ese mundo.
En Martínez, su sentido de describir el todo, no de arriba-abajo o
viceversa, sino por medio del cotidiano y de las sensaciones mezcladas
en un sustancioso caldo, hacen que la comunicación con su escritura sea
compleja pero posible, tomando en cuenta lo inasible pero al mismo
tiempo visible y comprensible de ese todo que ha creado.
La voz narrativa de Martínez, hasta hace unos años, estaba oculta y
solo podían conocerla quienes leían sus blogs, sus estados del facebook o
lo descubrían como colaborador en otros libros; pero no, ahora esta voz
puede ser leída más allá de lo virtual y lo disperso: y sí, vale la
pena tenerla como lectura imprescindible.