Ciudad Apacheta | Quispe Flores

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Marginalidad, pobreza, trabajo, fuerza, rebeldía, lucha, crimen, esperanza, indígenas, ficción, emprendimiento y salvajismo son algunas de las palabras usadas con frecuencia para hablar de la ciudad de El Alto, conceptos que en su evidente variedad de sentidos e interpretaciones llevan a preguntarse cosas como: ¿qué es realmente El Alto?, ¿cuál es la naturaleza o esencia que la distingue de otras ciudades? Responder a estas cuestiones puede ser algo complicado, pero hay que hacer el intento y asumir la tarea valiéndose de técnicas o enfoques que se atribuyen a especialistas que publican columnas de opinión en revistas o periódicos. A mí, como alteño, ambas preguntas me llevaron al menos a escribir la presente crónica con esta su justificación e introducción, puede que innecesaria para otros, pero que aquí está y continúa. Se lo he dicho a otros escritores, se lo digo ahora a los lectores: No estoy de acuerdo con las visiones que se han elaborado de la tierra donde he nacido. Creo yo que esta ciudad, la que me ha acogido desde aquel primer segundo en que abrí los ojos, tiene una relación cercana con un concepto muy distinto a los antes mencionados. Para mí ya están soldadas las vocales y consonantes que sintetizan todo lo que no se ha dicho sobre El Alto. Apacheta. Esa es la palabra. El Alto es una apacheta, una Ciudad Apacheta, es decir que la cualidad y característica esencial de esta ciudad que se sigue elevando es la de ser el escenario físico y simbólico de las difíciles transiciones que en su viaje ha atravesado ese caminante que no es un individuo, sino una colectividad.

Ch’usa Marka o Las miradas de inicio

Se dice que en la edad comprendida entre los seis y siete años un niño comienza a explorar y comprender el mundo que le rodea. Así pasó pues conmigo desde esa edad. Exploré mi entorno y comencé a comprenderlo. Este primer acercamiento estuvo marcado por más de tres experiencias, tres edades y miradas que me hicieron entender y sentir, al menos en aquel entonces, que la característica principal de la tierra donde había nacido era el vacío y su omnipresencia. Ese tanto por hacer en todo aquel vacío que llenaba este suelo por entonces, hace casi cuarenta años.

La excursión

La primera vez que miré un paisaje distinto al que rodeaba a mi casa fue durante mi primera excursión escolar. Tenía entonces seis años y cursaba el primero básico. Ese año, 1986, destaca por ello. Si bien el valle de Achocalla estaba a dos kilómetros de mi casa y a uno de mi escuela, para mis compañeros y para mí fue como si se viajara a un lugar lejanísimo, ya que para llegar allá no hicimos uso de ningún vehículo, sino que fuimos a pie; lo que para niños de entre cinco y seis años fue como cruzar un desierto. Así fue hasta que llegamos al borde de Achocalla, allí donde terminaba el Altiplano y comenzaba el valle. Algunos abrimos mucho los ojos y guardamos silencio entre las vocecitas llenas de sorpresa. El agotamiento desapareció casi por completo para dar lugar a una sensación comparable con aquello que sintió Colón. Recuerdo que quedé paralizado cuando vi ese pequeño lago, los árboles y el dominante verde que nos esperaba abajo y que casi podía tocar con mis ojos, ese verde vegetal y vivaz que nunca pudo reproducir el televisor en blanco y negro que mi familia tenía en casa. Comparé lo que tuve adelante mío y lo que dejé atrás. Lugares así, llenos de vida, existían, eran reales y estaban cerca de mi casa.

Los museos

Un año después de mi primera excursión, me encontré con otro paisaje. Fue cuando, también con mis compañeros de escuela, visité los museos que hay en la ciudad de La Paz.

Lo que yo sabía de Nuestra Señora de La Paz era mayormente lo que veía en la televisión y lo que entendía por las charlas de los adultos; La Paz era el único lugar que parecía tener existencia real y firme, en el fondo no importaba que en mi escuela nos hicieran cantar el Himno a El Alto.

La visión de la hoyada me impactó por la misma razón que me había impactado la de Achocalla; era un encuentro real con un mundo aparte y al que antes solo había tenido acceso por las imágenes proyectadas en una pantalla. Sin embargo, la visión del paisaje paceño me pareció mejor que la de Achocalla por no limitarse a un solo color dominante. Además del verde, noté cómo se introducían en mi cabeza otros colores que daban mayor vitalidad al paisaje, no solo por su número, sino porque estaban en continuo movimiento.

Puedo decir que la visita a los museos me gustó por ser la primera vez que la historia nacional apareció en mi mente como un paisaje más o menos completo, ya no como imágenes inconexas. Visitamos en total cinco museos, el Museo Costumbrista Juan Vargas, la Casa de Pedro Domingo Murillo, el Museo del Litoral Boliviano, el Museo de Metales Preciosos y, por último, lejos de la calle Jaén, el Museo Nacional de Arqueología. En los tres primeros había maquetas que ilustraban nuestra historia republicana. En los dos últimos no vi maquetas, pero sí piezas que me recordaron lo poco que sabía de la historia de los pueblos anteriores a la Conquista y la República. Dicha situación cambió un poco aquel día con la visión de todas esas piezas de metal que aún tenían brillo y una chullpa de cuyos huesos pendía la carne seca de mis antepasados. No se lo dije hasta ahora a nadie, pero si algo sentí en ese momento, al salir del último museo, fue más nostalgia que gloria.

El camino de vuelta a casa fue muy distinto al de nuestra partida, gracias a los caprichosos cambios climáticos que caracterizan al clima paceño. Las nubes y la lluvia se apoderaron del cielo y la hoyada ya no lucía tan viva como en la mañana. Volví contra mi voluntad a esa existencia gris y casi monocromática que había conocido a través de la pantalla de mi televisor en blanco y negro.

El castillo

Todo aquello que había visto sería parte del olvido de no ser porque meses después ocurrió algo. Fue una mañana de viernes en que, con la excusa de buscar material para un insectario, mis hermanos y yo salimos de casa para internarnos en la pampa, ese lugar que años después sería parte del área de expansión de nuestra ciudad, pero que en ese entonces era solo la superficie en que los vientos corrían libremente.

Al mando de nuestro hermano mayor, caminamos durante mas o menos hora y media. Uno a uno atrapábamos a los únicos habitantes de aquel paraje: escarabajos, tarántulas, saltamontes y hasta escorpiones que se escondían debajo de las piedras o entre los pajonales.

Dos horas después, luego de haber recogido buena cantidad de bichos, llegamos a «El Castillo», una enorme construcción en ruinas, la misma que se podía apreciar incluso a gran distancia. Nuestro hermano mayor nos dijo que se contaban muchas cosas de ese sitio como, por ejemplo, que había sido una fábrica, una casa donde vivieron brujos y narcotraficantes. Sin embargo, nadie sabía con certeza lo que fue y por qué termino así.

Después de recorrer los muros derruidos, mis hermanos y yo comimos la merienda que llevamos. Luego, ya descansados y menos hambrientos, emprendimos el viaje de regreso. Fue entonces, al momento de partir, que noté cómo la distancia recorrida había hecho que no quedara ni el más mínimo rastro de las construcciones aledañas a mi casa. Solo el Huayna Potosí, el Illimani y las montañas adyacentes lo dominaban todo. Me había alejado tanto de mi ciudad que la pude ver por primera vez como un cúmulo de parajes mucho menos grato que el de Achocalla o el de La Paz. Tomé conciencia de su precaria e insignificante existencia. Mentalmente comparé los paisajes vivos de Achocalla y de La Paz con el paisaje vacío de El Alto. Producto de ello sentí cómo la tristeza y la nostalgia se mezclaban con el resentimiento que poco a poco invadía mi alma. Un conjunto de sentimientos que solo ahora, treinta años después, entiendo mejor. Si me sentí triste, nostálgico y resentido en ese momento, fue porque aquel día empecé a comprender la compleja y poco alentadora naturaleza de las «fuerzas» que dieron origen a mi ciudad; fuerzas que en ese momento estaban a flor de piel y que se pueden resumir en una palabra: vacío.

La ciudad de El Alto en su niñez, que corría casi al par de la mía, se caracterizó por ser el lugar del vacío que se notaba en la ausencia de vida vegetal, en la precariedad de sus calles y construcciones, pero por sobre todo en sus habitantes. Y es que en su mayoría, las personas que venían a vivir a estas alturas eran gente derrotada; gente que, aunque venía de muchas partes, tenía como común denominador al fracaso que llevó a que se instalen en El Alto. Tal podía ser más reciente y personal, como la que vivieron mineros relocalizados o campesinos quebrados por las sequias del Altiplano. O más antiguas y colectivas, como las que vivieron nuestros antepasados conquistados y colonizados, quienes vieron cómo sus tierras en los Andes fueron violentadas y pasaron a convertirse en propiedad de españoles y criollos: encomiendas, repartimientos y haciendas. Quienes se mudaron a lo que ahora es El Alto no la hacían pues precisamente alegres y esperanzados, sino más bien resignados. Trajeron consigo una carga negativa o de vacío que hacía que esta tierra se sintiera como un páramo en ruinas semejante a «El Castillo» y a los restos de la chullpa que contemplé cuando visité los museos de la hoyada.

El vacío del que hablo es pues el inicio de todo este viaje a un lugar llamado El Alto, que ya existía, así como ya existían los alteños, cuando ciudad y habitantes se encontraban todavía en un punto cero.

La profundidad del vacío

Comenzó como un lugar del vacío, pero así como sucede con los cráteres de algunos asteroides que caen a la tierra, ciertas circunstancias, a veces contradictorias, hicieron que el vacío se tornara en lugar propicio para la vida. De eso me di cuenta yo a los 18 años, mientras prestaba mi servicio militar, cuando desde la altura de una garita de vigilancia contemplé, ya no con sentimiento de resignada tristeza, sino de entrañable nostalgia, ese alto que era mi hogar. Para que ocurriera ese cambio, sin embargo, tuvieron que pasar muchos años, pues el vacío que se iba llenando tenía un carácter negativo en sus habitantes que manifestaban su desprecio hacia los poderes del Estado, a su «mala suerte», a sus vecinos, a la tierra donde habían ido a parar y hasta a sí mismos; sentimientos todos estos que se transformaban a su vez en actos concretos como la discriminación entre alteños y la xenofilia. Manifestaciones que pude ver cómo se desarrollaban alrededor mío y en mí mismo.

El parque del Kenko

Más allá de lo dicho, en los primeros años de El Alto ya existían algunos barrios que, por su planificación, escapaban al significado de la palabra precariedad. Uno de ellos era el Kenko, zona muy cercana a la mía, que a mi familia le parecía muy lejana por tener todos los servicios básicos instalados en sus viviendas, calles con cordones de acera y empedradas, una posta policial, un colegio particular, una cancha de básquet, una plaza y hasta un parque infantil. Yo no conocí ese barrio hasta el día en que nuestro hermano mayor nos llevó al parque que había allá, el único que existía en por lo menos un kilómetro a la redonda. Cuando vi sus calles y sus viviendas, me pareció un lugar bonito y agradable. Nos montamos y divertimos a gusto en su resbalín, su sube y baja y sus columpios. Aquella visita al Kenko y su parque habría sido pues un buen recuerdo si no hubiera pasado lo que pasó ese día. Cuando estábamos a punto de volver a casa, una vecina del barrio salió de una de aquellas casas bonitas para arruinar todo. Ella preguntó con cierta calma dónde vivíamos y luego, al escuchar la respuesta que dio nuestro hermano mayor, se mostró enfurecida al punto de que nos echó del parque diciendo que solo los niños de la zona podían jugar allí y que o nos íbamos de inmediato o ella traería a un policía para que nos echara a palos. Esto hizo que nos fuéramos tristes. Meses más tarde yo ingresé a la Unidad Educativa Senkata Convifag que está poco más allá del Kenko, lo que me obligaba a cruzar sus calles, siempre con prisa, pues nunca pude olvidar el incidente del parque. Aprendí que las apariencias son solo eso.

Años después del incidente, cuando me enteré de que el Kenko había nacido como un proyecto de vivienda para profesores, empleados de YPFB, jóvenes profesionales y otras personas que no habían podido conseguir un lugar barato y accesible en la hoyada, comprendí a esa señora; su actuar se originaba en la difícil situación que significaba vivir donde no quería estar en primera instancia; concluí que tal vez ella quería vivir en La Paz, pero acabó viviendo acá; la apariencia pulcra, completa y bonita de su barrio le hacía fantasear que vivía en la hoyada o un lugar parecido, siendo que mi presencia y la de mis hermanos rompía su precaria ilusión. ¿Cómo no comprenderla y hasta perdonarla? Ella solo representaba la inconformidad con la que tenían que vivir todos los adultos de ese entonces.

Cursé el primero y segundo básico en Senkata Convifag, pero ya para el siguiente grado migré a otra institución educativa: el Colegio República de Francia. Aquel cambio me vino muy bien porque mi nueva escuela, además de estar más cerca de casa, era mucho más grande, con muchas más aulas y más alumnos. Me sentí muy cómodo ahí, entre tanta vida, pero fue una sensación que solo duró hasta al año siguiente; un año después, exactamente el primer día de clases, escuché en el discurso de inauguración que dio el director algo que me marcó de nuevo. No recuerdo ni el rostro ni el nombre de aquel individuo. Lo que no olvido es lo que dijo aquel día a más de 1000 personas: profesores, padres de familia y alumnos. Desde su lejana, pero alta posición, ayudado por un micrófono, dijo que se sentía muy bien de ver a tantos alumnos ante él, pero que también se sentía algo mal porque de todos nosotros solo unas centenas acabaríamos el ciclo primario, solo unas decenas llegaríamos al bachillerato y que, de esos pocos, solo uno de nosotros llegaría a ser profesional. Debo admitir que en ese momento no me sentí muy ofendido o alarmando por lo pesimista de sus cálculos, por mi edad principalmente, sin embargo, aquello cambió con el paso de los años. Conforme iba creciendo e iba contrastando la educación que teníamos con la que se mostraba, ya sea en la televisión, películas o libros, me di cuenta. Aquel director no era la única persona que pensaba así, pues aquella poca fe que se tenía en los niños era algo común entre muchos profesores, una forma de pensar que materializaban a través su desgano a la hora de enseñar o de su energía a la hora de castigar; como si en vez de vernos como proyectos de futuros ciudadanos nos vieran como ladrillos, o adobes cuyo peso muerto debían cargar.

Hoy, pasado ya mucho tiempo, creo comprender lo que originaba ese su pesimismo compartido por muchos profesores. Tal vez ellos querían desempeñar su labor en establecimientos educativos distintos a los que abundaban en El Alto aquellos años (construcciones desatendidas en las que los alumnos debían traer sus propias sillas y mesas para pasar clases). Tal vez también querían tener una mejor materia humana con la que trabajar, en sustitución de los hijos de aquellos a quienes llamé más arriba «los derrotados».

Los hijos del vacío

Cualquiera que haya tomado en cuenta lo dicho hasta aquí, tal vez se pregunta: ¿cómo afectó a los niños alteños el desalentador ambiente en que se desarrollaban? La respuesta es que todo lo negativo del vacío que tenían nuestros padres y maestros nos fue transmitido a tal punto que en su momento lo manifestamos casi de la misma manera que ellos, con la diferencia de que ese querer no estar ahí, al ser jóvenes, se presentó más bien como un deseo de irnos de El Alto, así como nuestros padres se fueron de sus pueblos.

La niñez es un periodo maravilloso, todo parece nuevo, todo parece bueno y casi no se conoce de penas. Casi las únicas preocupaciones son las de comer y jugar lo más posible, pero las cosas cambian en la adolescencia, cuando la naturaleza misma hace que empecemos a mirar y a preocuparnos por el exterior y nuestro lugar en él. En este sentido puede decirse que los niños de esa época, a pesar de la pobreza, tuvimos una buena infancia porque por las características de la ciudad pudimos jugar con plenitud, no tuvimos asco cuando nos ensuciábamos con tierra y con barro, cazábamos insectos, corríamos por espacios vacíos que nos permitían improvisar canchas de futbol en casi cualquier calle o lote baldío. Pero las cosas cambiaron cuando nos topamos con el mundo exterior que nos llegó gracias a la televisión, la radio, la escuela, los libros y revistas. Esa sensación de bienestar comenzó a caer cuando supimos que había lugares mejores, cuando comparamos a nuestros barrios y a nuestra ciudad y nos sentimos mal por el lugar y situación donde vivíamos, tal y como nuestros padres. Podía decirse que éramos víctimas inocentes, pagadores gratuitos de las culpas cargadas por nuestra ascendencia. Nosotros, a diferencia de ellos, sin sufrir ninguna derrota reproducíamos en parte la suerte de los derrotados. El panorama al que nos enfrentábamos parecía pues desalentador, pero no lo era del todo porque nosotros éramos jóvenes y nuestra historia personal, aunque no estaba en las mejores circunstancias, no se había desarrollado todavía; por nuestras edades no éramos plenamente conscientes de aquella pequeña ventaja. Puede que no hayamos reaccionado de una forma ideal, pero creo que eso fue mejor que nada.

Los hijos de los derrotados no queríamos resignarnos, sino cambiar nuestra suerte, y así desarrollamos una inclinación por lo exterior que se traducía en dos comportamientos en apariencia contrarios; estaban primero los que se esforzaban por traer el exterior hacia acá y luego aquellos que se esforzaban por irse para no volver (abandonar y ya). Para ayudar a entender esto mencionaré ejemplos cercanos, el de mis hermanos mayores y el mío.

Mis hermanos mayores nacieron en La Paz, pero desde sus tres y dos años, respectivamente, vivieron en El Alto; lo que hizo que fueran parte de las primeras tandas de muchachos que pasaron la difícil etapa de la adolescencia en esta ciudad. Compartí mucho con mis hermanos y me entendí con ellos a la perfección, pero eso duró solo hasta que dejaron de ser niños; el mayor, Rolando, se convirtió en un dandy que trataba de vestir y estar a la moda de la música techno, y era tal su empeño por aquello que se confeccionaba él mismo la ropa que no podía comprar; mi otro hermano, Alfredo, quien secundaba en casi todo al mayor, se diferenciaba por su afición a los videocines de la Ceja, en los que pasaba sábados enteros y a los que a veces nos llevaba a mis hermanos menores y a mí. Rolando y Alfredo eran lo que se denominó como «chojchos», jóvenes que manifestaban su incomodidad con el entono en que vivían y se identificaban más bien con entornos ajenos que intentaban integrar al suyo. Una manifestación clara de esta inclinación fueron las pandillas, pues estas se formaban imitando el modelo que venía de una película de culto: Sangre por Sangre. En ella, los protagonistas se debatían entre una relación de rechazo, resistencia y apego con el lugar donde uno vivía, y lo mismo con quienes compartían esa misma suerte. El comportamiento de mis hermanos representa el de muchos adolescentes de esa época, pues además de mirar al exterior lo traían aquí, imitándolo porque les ayudaba a entender y sobrellevar de alguna forma su situación.

En cuanto a mí, podría decirse que pertenecía al segundo grupo que mencioné, es decir a los que tenían su mente y sus sueños no en lo exterior cercano, sino en lo exterior lejano, aquellos muchachos a veces llamados «corchos» que, detrás de una fachada de buen comportamiento, esconden la negación de su precaria realidad. Esos que rechazaban la música techno y la cumbia; los que veían en su entorno no algo por integrar, sino algo a ser dejado atrás lo antes posible. A ese tipo de muchachos me parecía yo, pero al final no era uno de ellos, pues si bien me gustaba aprender mucho, no era disciplinado ni cumplido con las tareas. Entonces, no era más que algo intermedio.

Ahora bien, para explicar y complementar lo ya dicho sobre los hijos de los derrotados, quiero mencionar una anécdota, que como casi todas las de este texto, supe traducir solo con el paso de los años.

Sucedió cuando cursaba el grado de tercero intermedio, lo que hoy es el segundo de secundaria. Recuerdo que no presté atención en una de las clases de inglés, pues toda estaba dirigida al dibujo de una estación espacial que hacía en mi cuaderno, el mismo garabato que no pude terminar, pues el profesor al que apodábamos «El Chancho Grande» se dio cuenta y lo que hizo, además de regañarme, fue sacarme al frente del salón para que escribiera una oración en inglés en el pizarrón, lo hizo con la clara intención de hacerme quedar mal ante mis compañeros. Mas importunado que asustado, me levanté de mi asiento y escribí la oración: «I am a young soldier». Lo hice rápido y con seguridad; algo inesperado por mi profesor que puso una cara de sorpresa de la que no me olvido. No pudo humillarme, pues yo había aprendido lo poco que nos había enseñado.

La significación inmediata que tuvo ese episodio para mí fue la de sentirme vencedor al haber hecho que alguien que me consideraba un tonto se tragara sus prejuicios. Esta impresión cambió con el tiempo, ahora entiendo que aquella victoria no era solo mía, sino la de mi generación, ya que yo no era ni siquiera el mejor de mi clase. Lo que a fin de cuentas demostraba lo equivocados que eran los cálculos de «El Chancho Grande», los del director que mencioné antes y los de todas las personas que consideraban que no se podía esperar nada de nosotros, los hijos de los derrotados.

Esta anécdota también adquirió importancia porque me ayudó a comprender mejor mi prematuro abandono del colegio. Como ya mencioné, yo no era muy disciplinado, sin embargo admiraba la disciplina y en especial la de los soldados, una disciplina que no se desplegaba en mi mundo inmediato, sino en el que veía en películas. Admiraba la disciplina militar porque inspiraba respeto, algo que yo, como todos los hijos de los derrotados, deseábamos muy en el fondo, pues nuestro deseo de estar en otro lado era en realidad un deseo de respeto; aquel que no tenían nuestros padres y que no nos tenían personas como mi director de primaria, mi profesor de inglés o la señora que me echó del parque del Kenko. Abandoné el colegio un año antes de terminarlo para vestir el uniforme de soldado. Yo ya había visto el efecto que tuvo el cuartel en mis hermanos mayores, quienes se enlistaron un año antes.

El cuartel

De las historias que oía de mi padre, mis hermanos mayores y otras personas, la palabra que más destacaba era sufrimiento. Ya con el uniforme puesto comprendí la resonancia y centralidad de esa palabra, entendí que ese era el precio y el medio por el que se podía acceder al respeto que, como el amor, tiene como requisito indispensable el sentir tal cosa primero por uno mismo. Existen muchas críticas al servicio militar obligatorio, la mayoría bien argumentadas y justificadas, lo sé. Sin embargo, puedo decir con seguridad que ese servicio tiene algo de bueno, ya que es en ese periodo de sufrimiento, tanto físico como psicológico, que uno logra sondear y romper los límites de su cuerpo y su mente para ser un hombre quizá no mejor, pero sí más apto para afrontar los avatares de la vida. Esto que digo no es lo único que el cuartel y su sufrimiento logra enseñar. Hay otras cosas más. O al menos así fue en mi caso, pues la experiencia del cuartel me permitió reexperimentar la discriminación y aquello que se denomina «espíritu de cuerpo», dos cosas que también afectaron en la comprensión que tengo de mi ciudad y mi relación con ella. La discriminación que sentí por primera vez en el Kenko fue opacada por las cosas que vi y viví durante mi año en el cuartel.

Lo primero que puedo señalar al respecto es una anécdota que tiene que ver con el lenguaje. Como en cualquier institución militar del mundo, el vocabulario usado dentro de los cuarteles bolivianos es bastante duro, descarnado y hasta grosero. Todo con la intención de hacer al soldado más resistente o insensible si se quiere. Yo sufrí tal cosa y me acostumbré a ello, así como lo hicieron mis camaradas. Sin embargo, hubo unas cuantas palabras que me fueron muy difíciles de procesar. Fueron las que soltó mi comandante de compañía cuando mis camaradas y yo fallamos terriblemente en la prerevista. Hasta ese día podría decirse que nuestros instructores nos trataron de buena manera, al punto que nuestro comandante nos saludaba diciendo: «¡¿Cómo está mi raza de bronce?!». Entre camaradas notábamos cómo se elevaba nuestro ánimo con la comparación de las virtudes entre el metal y nuestra raza. Eso cambió por completo después de nuestra falla. En adelante los instructores y el comandante fueron duros y hasta indolentes con nosotros. No puedo recordar con claridad el discurso de nuestro comandante de compañía, su reprimenda, pero puedo hacer un resumen. Dijo que lo habíamos decepcionado, que habíamos defraudado la fe y el cariño que había puesto en nosotros, nos dijo que desde ahora todo sería diferente, pues no servía el buen trato con nosotros que éramos, finalmente, una vergüenza para nuestros antepasados, ya que nosotros como hijos no éramos una raza de bronce, sino una raza de mierda. Aquella última frase me impactó no solo por el cambio en el sentido, sino en el tono. Personalmente puedo decir que sentí el cambio en la voz de mi comandante de la misma manera que la sintió Adán cuando le falló a Dios. Y no es que compare a mi comandante con Dios, sino que comparo el impacto y las consecuencias de ambos sucesos; a partir de entonces las cosas también cambiarían dentro de nosotros, y esto gracias a que sentiríamos la fuerza del «espíritu de cuerpo», aquello de lo que nuestros instructores nos habían hablado y que conocimos más que bien cuando fuimos castigados.

Después del almuerzo, se nos ordenó formar en el patio de honor en posición «a medio izquier», que consistía en quedarnos así, sin poder movernos y con el rostro hacia el sol. Estuvimos así por algo más de tres horas. Recuerdo que todo ese tiempo me puse a pensar en muchas cosas: en mi niñez, en mis días de colegio, mi casa, mi familia, mi comandante y mis camaradas. De alguna manera todos esos recuerdos terminaron transformándose en el miedo que sentía por lo que nos harían a continuación, aquel sentimiento que contrastaba con el silencio que reinaba en el inmenso patio de honor. Se oían los suspiros y gemidos ahogados de los demás castigados, pero el ruido que hacía el viento, al pasar por entre las hojas y las ramas de los árboles del patio de honor, tenía mayor presencia. Sentimos entonces lo que tal vez planeó nuestro comandante: aquella paz no era más que la calma que anuncia la inminente tormenta. Del estado ese, que comenzaba a tornarse en somnolencia, nos sacó la imponente voz de nuestro comandante que, con la orden «Sarnas, a medio deré», nos volvió a la realidad. Al lado de él estaba una docena de efectivos del oriente que fueron destinados al mismo cuartel. Al verlos, nuestro miedo cobró nuevas fuerzas, pues ellos, los marineros cambas, tenían la fama de ser crueles e indolentes con los de la región andina; calificativo al que hicieron honor aquel día al obedecer a nuestro comandante, quien antes de irse les ordenó que nos sacaran la mierda toda la noche, si era necesario, para hacer de nosotros unos verdaderos marineros.

De aquella experiencia dolorosa puedo destacar que no recibimos ningún golpe de los soldados cambas. No era necesario. Los insultos y denigraciones que salían de sus bocas, eso junto a los interminables ejercicios físicos bastaron para destruirnos por dentro y por fuera. Ya en la oscuridad de la noche, llegó el punto culmen de aquella jornada; nuestro punto de quiebre. En el intento de obedecer las órdenes que no paraban, nuestros cuerpos cayeron vencidos uno tras otro, y a las gotas de sudor y vómitos le siguieron las lágrimas. Fue en ese mismo punto, en el que solo éramos un amasijo de carne joven y deprimente, que nuestra metamorfosis ocurrió primero por el cambio en la voz cruel de nuestros mismos torturadores; sus palabras tornaron a un tono firme pero empático. «Así se sufre, así hemos sufrido nosotros», «Ahora están a punto de ser verdaderos marineros», «Traguen esas lágrimas, sientan bronca, esa bronca les va a dar fuerza, deben demostrar que no son mierda», decían y a la vez levantaban nuestra moral. El escuchar aquellas palabras que hablaban del sufrimiento desde una experiencia tan cercana a la nuestra, eso fue lo que activó en nosotros el cambio. De pronto los músculos retomaron fuerza e hicimos los ejercicios con una energía inverosímil. No podía ver los rostros de mis camaradas, pero podía escuchar el cambio en su voz que sentí como la mía misma. Mis ojos estaban rojos, pero su rojo ya no era el del llanto, sino el de la ira. Todos nos convertimos en uno. Desde aquel día cambiamos, fuimos más disciplinados y más conscientes con nuestros deberes. Por otro lado, aquellos que tenían un mejor desempeño ayudaron a los que tenían problemas para aprender. Dimos buenos frutos. Nuestra revista, que fue dos semanas después, la Primera Compañía del Batallón de Policía Militar del Comando de la Fuerza Naval 1er Escalón Categoría 2001 sacó una puntuación excelente.

Después de la revista volvimos al comando y fue allí donde pasamos el curso de policía militar A diferencia del anterior periodo de instrucción, no tuvimos tantas fallas, en gran medida por la experiencia que habíamos pasado. El espíritu de cuerpo nos había hecho más colaborativos entre nosotros y menos sensibles al chauvinismo del lenguaje militar. Podría decirse que nos portamos como buenos hijos y buenos hermanos durante ese tiempo, pero aquello terminó cuando sobrevino el periodo de conflictos sociales.

Nos tocó poner en práctica la parte menos grata de nuestra instrucción, la de ser represores. Vestimos por orden de nuestros superiores el pesado y asfixiante uniforme de antimotines en los conflictos encabezados por el ahora difunto Felipe Quispe. Los mencionados conflictos alcanzaron un punto álgido que hizo que nos encuartelaran por más de tres semanas. Mi batallón no se dedicó al desbloqueo o al enfrentamiento directo con los sectores en conflicto, pero sí tuvo algo de «acción» que consistió en dos actividades concretas: primero la de atravesar casi a diario los bloqueos en la Carretera a Copacabana para evacuar a los turistas que se habían quedado atrapados allá. Fue una actividad no exenta de riesgos, pues en dos de aquellas salidas se llegó no solo a lanzar gases, sino también a disparar ráfagas de nuestro fusil reglamentario (AK 57). En «el cumplimiento del deber», uno de mis camaradas sufrió una grave contusión en la cabeza, producto de una piedra lanzada por los bloqueadores que rompió su escudo antimotines. Yo no participé de esa incursión en específico, pero oía las historias que, entre temerosos y orgullosos, eran relatadas por mis camaradas.

A mí me tocó salir, pero fue cumpliendo la segunda misión que le tocó a nuestro batallón: la de salir a patrullar los caminos y la zona de Río Abajo. Hicimos tal cosa montados en los caimanes apodados «unimogs» y ataviados con los pesados chalecos, canilleras, cascos, escudos y armamento antimotines. Casi no tuvimos acción en esas incursiones; lo más cerca que estuvimos de aquello fue un día en que ya estando de regreso, por la zona de Ovejuyo, nos encontramos con un bloqueo y bajamos de los vehículos para ponernos en formación antimotines. Afortunadamente no tuvimos que usar las armas que llevábamos con nosotros; esas armas que por las implicancias de su potencial empleo constituían el elemento más pesado de nuestro equipo, tanto por su peso material como por la responsabilidad que se asume una vez presionado el gatillo.

El acuartelamiento fue un tiempo difícil de vivir. No tanto porque no pudiéramos salir ni recibir visitas, sino por lo tenso del ambiente que alcanzó niveles máximos la tercera semana de nuestro encierro, momentos en los que llegamos incluso a dormir con los trajes antimotines puestos. El cansancio y el olor a gas que parecía impregnarse en todo, eso y los rumores que iban y venían, hicieron que el conflicto se trasladara al interior de nuestro cuartel. Discutíamos entre camaradas todos los días a la hora de dormir. Fueron riñas cada vez más tensas en las que algunos justificábamos los bloqueos y los motivos de la gente que los ejecutaba. Este tenso ambiente se vio más enrarecido también por la presencia del hambre. Y no es que nuestras raciones fueran miserables o hubieran disminuido, sino que por ser jóvenes en desarrollo teníamos un hambre voraz, un apetito que para ser satisfecho dependía no solo de las raciones de reglamento, sino también de la comida que nos traían nuestras visitas o la que traíamos de nuestras casas con cada salida de franco. De esos días de tensión, incrementados por el vacío de mi estómago, yo recuerdo, por ejemplo, que durante ese mes extrañé mucho los cerca Bs. 60 que llevaba al cuartel, gracias a mi familia, cada fin de semana.

Cuando los bloqueos terminaron, volví a casa y me invadió un inédito sentimiento de satisfacción. Esto se debió no solo a que pude atragantarme con el pan que nunca faltó allí, sino porque aprecié la ausencia de tensiones. A este sentimiento agradable de retorno contribuyó también la inusitada vitalidad y seguridad que vi en mi padre y mi hermano mayor cuando me reencontré con ellos. Un cambio que entendí de cierta manera cuando les conté lo de los bloqueos, pues mientras yo narraba lo que había vivido, ellos, con notorio entusiasmo, argumentaron su apoyo a las causas de los bloqueadores. Yo, que hasta ese momento podría decirse que era apolítico, no supe bien qué responderles al respecto; conocía algo de los discursos de la izquierda y del indianismo, pero no me había puesto a pensar seriamente en cuál era mi posición respecto a ellos. Hallé mayor claridad solo cuando retorné al cuartel e hice mi primer servicio de guardia, lo que sucedió después de más de un mes.

Tal vez mis dos horas de guardia habrían transcurrido como otras tantas. Habría sintonizando la Stereo 97 o Radio Ciudad para escuchar la música que me gustaba poner cuando observaba cómo pasaban los vehículos y la gente por la avenida Costanera. Así habría sido, pero algo pasó unas horas antes y fue lo que hizo que las horas de guardia que me tocaba hacer, a partir de aquel día, se convirtieran en horas de vigilia.

Después de ordenado el fin del acuartelamiento, la normalidad había vuelto al cuartel. Me hallaba haciendo fila con mis camaradas, a la espera de recibir mi almuerzo. Estábamos bromeando como siempre hasta que, de pronto, uno de los tantos oficiales del comando, uno que no pertenecía a nuestros instructores, ordenó que la fila se detuviera y que uno de nuestros camaradas se presentara ante él. No tuvimos idea de lo que sucedía hasta que oímos el nombre del marinero al que buscaban. Intuimos algo al recordar que tenía el mismo nombre y apellido que el dirigente campesino que había encabezado los últimos bloqueos: Felipe Quispe. Cuando el oficial tuvo frente a él a nuestro camarada, en tono burlón y humillante, le ordenó que hiciera veinte flexiones. Felipe Quispe cumplía la orden mientras el oficial le dijo que el castigo que estaba recibiendo era por culpa de su tocayo y que le agradezca a él. Una vez cumplida la orden, el oficial se rió una vez más de nuestro camarada y mandó que retomara su lugar en la fila. Recuerdo que me sentí indignado y furioso aquel día, pero no por el castigo y la burla hecha por el oficial, sino al ver que muchos de mis camaradas se rieron con la misma saña que aquel. A la cinco de la tarde, cuando estaba ya en el puesto de guardia que esta sobre una de las garitas, pensé con detenimiento en lo que había visto y había sentido. Comprendí algo importante.

La indignación y furia no eran por lo del oficial en sí, pues esa clase de payasadas de los militares eran habituales. No era sorpresa la discriminación que venía de aquellos. Lo que me dolió fue la risa de mis camaradas, de esos compañeros con quienes Felipe y yo habíamos compartido tanto. Que ellos también se burlasen me dejó en claro que esa unidad que sentíamos, si bien había existido, era algo circunstancial; que existían diferencias que la camaradería o el sentimiento de cuerpo cubrió, no eliminó, pues ellos también discriminaban. Esto lo entendí mejor al recordar que tanto Felipe como otros de mis camaradas, yo incluido, pertenecíamos a una minoría que venía de la ciudad de El Alto o venía del campo, mientras la gran mayoría provenía de la misma hoyada. Si bien fisionómicamente casi todos nos parecíamos, aquella diferencia existía. No importaba que tuviéramos un mismo origen genético, pues la mayoría que se burlaba de una minoría de la cual era parte. Todo esto hizo que me sintiera rechazado y fuera de lugar, como durante los episodios del parque del Kenko. Recordé de nuevo aquellos momentos y al hacerlo volví a sentir esas ansias de salir del lugar donde estaba para buscar otro mejor, sin embargo este deseo de partir no era igual al que había sentido de niño o adolescente. Todo lo contrario. Yo ya no quería huir de la ciudad donde había nacido y crecido, sino más bien quería volver a ella. A esta voluntad y deseo ayudó el paisaje que tenía frente a mí, pues justo en ese momento el cielo estaba despejado, lo que hizo que desde lo alto de mi garita pudiera divisar con claridad los límites demarcados por las antenas de mi ciudad, El Alto. Desde mi puesto de guardia, podía yo calcular incluso dónde quedaba el borde que estaba más cerca de mi casa; aquel por donde descendí al valle de Achocalla, cuando comencé a creer (¿erróneamente?) que el mundo de afuera tenía mucho que ofrecer.

Ahora que han pasado más de veinte años comprendo que aquel momento cambió por completo la forma en que veía a mi ciudad. A partir de entonces ya no la vi más como el lugar del vacío-derrota, sino como el vacío-refugio y oportunidad. Finalizado el acuartelamiento reconocí que Ch’usa Marka ya no lo era más; el mutismo del derrotado o el lamento patético del resentido había sido reemplazado por voces entusiastas como las de mi padre y mi hermano mayor, y allá arriba no solo estaba el sitio de mi origen, sino de mi futuro, el lugar donde encontraría un nuevo sentimiento de cuerpo que no tendría que ver con regimiento o cuartel alguno, sino con mi pueblo. Este sentimiento encontraría concreción en Octubre de 2003.

De pie, nunca de rodillas o El cambio de las miradas

Del modo de entender los hechos ocurridos en El Alto durante octubre de 2003 se ha escrito mucho. Personalmente creo, sin desmerecer otras visiones, que la mayor importancia de ese episodio está en que fue un momento determinante a partir del cual los alteños cambiaron la forma de verse a sí mismos, a su ciudad y a todo lo exterior a ella. Un cambio que no fue fortuito, sino un proceso.

No se esperaba mucho de este lugar vacío, frio y árido, pero la continua llegada de más y más vencidos hizo que todos ellos convivieran y empezaran a esforzarse tanto individual como colectivamente. Convirtieron así al lugar al que se mudaron en algo más habitable. Los derrotados aprendieron a organizarse con mayor eficiencia, año tras año, hasta hacer de esa organización una fuerza colectiva que fue cambiando el estatus de este suelo y su paisaje vacío. El cambio sucedió de manera casi imperceptible para el ajeno, hasta la llegada del obstáculo que se tornó luego en un impulso, pues los alteños atravesamos un momento crítico en octubre de 2003. Fue entonces que el pueblo derrotado, el mismo que con sudor cicatrizaba de a poco las heridas de su pasado, volvió a ser maltratado, discriminado y asesinado. Cosa que, lejos de generarnos una nueva derrota, consolidó el cambio que se venía gestando.

A mi entender, lo que vivió mi ciudad se pareció mucho a lo que mis camaradas y yo vivimos en esa «sacada de mierda» después de la prerevista. Mi gente sufrió mucho aquellos días, pero fue la vivencia de esa situación extrema la que hizo que trastoquemos las muertes en una ira que a la vez se convirtió en la fuerza que nos unió y nos llevó a saborear, quizá por primera vez, el orgullo y la dignidad. A los alteños ya no nos unía solo el ánimo de hacer más habitable el refugio de los derrotados, sino el de defender a ese lugar que pese a todo nos había aceptado; ese lugar-hogar que le arrebatamos a la nada, el mismo donde ahora los migrantes aymaras y quechuas vivían con sus hijos que crecían.

Octubre de 2003 no solo representa la primera vez en que los alteños alzamos las rodillas y nos pusimos de pie. Fue también la vez en que levantamos la cabeza, pues ya no queríamos quedarnos mirando al suelo como los cerdos, sino ver al frente como lo hacen los cóndores.

Ese cambio del que hablo, yo lo sentí a plenitud en dos de los días de aquel fatídico mes. Lo sentí primero el lunes 13 de octubre en que, luego de ser herido en la plaza Alonso de Mendoza, conseguí ascender con mi gente hasta el límite de las dos ciudades. Cerca del Faro Murillo contemplé la hoyada, recordé la sangre y las lágrimas derramadas en las calles de mi ciudad. Me sentía lleno de bronca, pero también me sentí satisfecho y orgulloso por la reacción de mis vecinos y la mía, pues estábamos unidos y llenos de solidaridad y dignidad. No habíamos ganado nada aún, y muchos heridos como yo ya no podrían continuar pelea, pero la voluntad creció tanto que incluso llegó a quienes no vivían en la ciudad de la que no se esperaba nada, El Alto. De ser el epicentro del conflicto, pasamos a ser el epítome de la fuerza que impulsó un cambio radical en nuestra historia. Los alteños en adelante nos veríamos de distinta manera a nosotros mismos y al resto. Y los demás, desde entonces, afuera de esta ciudad y afuera de este país, no dejarían de vernos con atención.

El segundo día que sentí el cambio fue aquel viernes de la renuncia de Goni. Supimos que habíamos ganado. Ese día volvimos a trabajar en el horno con mi padre y mis hermanos. Así y todo, pese a la falta de práctica diaria, fue la vez en que menos sentí el peso del trabajo; yo era joven como mi ciudad. Se fueron por fin aquellas semanas de tenerle miedo a la aparición de uno o más helicópteros militares. Contemplé el cielo con esperanza y vi cómo este, cual si fuera la noche de año nuevo, se llenó con los destellos de los fuegos artificiales que festejaban nuestra victoria que, por fin, hacía contrapunto con todas aquellas derrotas que cargaban los habitantes de El Alto y sus hijos. Años, décadas y siglos, al menos por aquel día, fueron reivindicados.

Surge El Alto tenaz o De lo posible a lo tangible

De entre todos los maestros que tuve durante mis años de escolar, recuerdo en especial a un profesor de música que suplió un par de semanas a nuestro profesor oficial. Recuerdo a ese maestro porque sus clases fueron totalmente distintas a las de cualquier otro profesor, y es que él, más que preocuparse porque obedeciéramos a rajatabla, se interesaba porque pensemos de manera crítica, al punto de cuestionar lo que nos habían enseñado anteriormente. Un fragmento de todo lo que nos habló viene a mí ahora con claridad, precisamente porque tiene que ver con el tema central de estas páginas. Nos dijo que los himnos que estaban en nuestro cancionero escolar no debíamos cantarlos como lo hace un loro, sino que debíamos entenderlos y hasta cuestionarlos. Usó como ejemplo al himno de nuestra ciudad. Él nos explicó que su letra carecía de valor, ya que una ciudad, un departamento y cualquier país debe mencionar el hecho histórico determinante (generalmente una guerra o batalla) que le da origen e identidad; observó que este elemento no estaba presente en nuestro himno; que uno de los hechos de mayor importancia histórica sucedido hasta entonces, la Batalla de Ingavi, no se mencionaba y que por ello mismo el himno alteño era algo fallido. Ahora que han pasado tantos años entiendo que ese profesor trataba de decirnos algo más entre líneas y eso, a mi entender, era señalarnos que el lugar idílico nombrado no existía. Por ello nos era necesario vivir un hecho histórico equivalente al de otras ciudades para que recién la letra tuviera justificación.

Esta quizá forzada interpretación de las palabras de mi profesor nace fruto de reconocer, en lo personal, una desconexión entre lo que decía el himno y la realidad. En el momento en que el compositor, Orlando Rojas, escribió las cinco estrofas dedicadas a El Alto, nuestra ciudad era el lugar del vacío. Solo después de casi 20 años, con la llegada de octubre de 2003, la letra de ese himno logró acercarse a la realidad.

Después de que acaecieran los hechos de la Guerra del Gas, el significante y el significado de nuestro himno hallaron consonancia, pues hubo ya un hito de gloria que recordar, el momento aquel que fue vencido por sus habitantes que ahora sí pueden sentir ese algo que quiebra la voz cada vez que cantamos un «Surge El Alto tenaz, en constante vigor, forjador de esperanzas, sembrador de amistad. […] Alteños hoy de pie, juremos a una voz, o vencer o morir, por El Alto feraz».

Del antes al después

Llenos de vigor, esperanza y entusiasmo, muchos asistimos a escuchar el discurso del presidente Carlos Mesa que fue dado sobre una pasarela de la Ceja. Dijo que el aymara es el único que nunca fue plenamente conquistado. La mañana del 6 de marzo del año siguiente, mis caseras y muchos vecinos corrían para llegar a tiempo al desfile de festejo. Recuerdo la vez que fui a celebrar a Tiahuanaco y ver cómo era posesionado allá Evo Morales; su figura allá en lo alto y la primera y única wiphala que compré, antes de irme, la que todavía tengo. Luego llegó el desfile de aniversario de las FFAA que se hizo en la avenida 6 de Marzo. Un par de años después noté cómo las avenidas y calles de mi zona fueron cubiertas, una a una, por el asfalto rígido y las losetas; destruí a combazos la acera de mi casa para cavar la zanja por la que llegaría el gas a domicilio. Vino después esa época en que los colegios donde había estudiado eran remodelados: tinglados y edificaciones de tres plantas que humillaban a los colegios particulares a los que yo antes miraba con envidia. No me olvido de mi hermano mayor, Alfredo, sosteniendo orgulloso su título de programador de sistemas. Pienso en el tiempo que frecuenté Wayna Tambo; el taller de literatura que dio Virginia Ayllón, quien me aclaró muchas cosas. Siento como si ahora mismo estuviera escuchando los primeros raps en aymara, reconociendo la fuerza de aquellas canciones que no se comparaban con toda la música que había escuchado antes. Me transporto ahora al primer concierto grande al que asistí: el cantante de Mago de Oz, con la bandera boliviana en hombros, nos contaba que había nacido en este país. Menos me olvido del momento en que mi padre pudo reunir lo suficiente para comprar un minibús y la primera vez que fuimos a dar una vuelta en él; mi hermano menor, sin licencia aún, manejaba torpemente y nosotros en la parte de atrás parecíamos vivir un sueño; ese vehículo, además de facilitarnos el trabajo, hizo que pudiéramos visitar a nuestros abuelos del campo, con una comodidad que no habíamos podido tener antes. Pienso también en la vez que mi hermano mayor empezó a comprar a crédito un terreno por la zona de Senkata y cómo fue que luego de unos meses toda la familia, horno incluido, nos mudamos a ese terreno para apoyarlo hasta que logró tener su propia panadería; nuestra producción subió vertiginosamente en aquella zona que también comenzaba a crecer. Me detengo ahora en la primera vez que bailé morenada en la urbanización San Sebastián, cerca de puente Vela; lo fastuoso, lo organizado de la entrada folklórica. Me acuerdo también de las muchas veces que fui a bailar al pueblo de Soledad con mi bloque de morenos, Fusión Primos. Como en sueños, vuelven a mi memoria, los viajes al exterior en mis años de universitario; en grupo disfrutamos de los nuevos paisajes, pero yo no podía gozar por completo, pues al poco tiempo extrañaba ese lugar alto y árido donde no me sentía inquilino, sino dueño de casa. Rememoro mi reencuentro con la música chicha, canciones que escuche en mi niñez, como los de Maroyu, Climax o Los Ronisch, y temas más actuales como los de Dina Paucar, Yarita Lizeth y Ely y las Chicas Azúcar; me volvieron a gustar porque sus letras abordaban la complejidad de lo tangible e inmediato, cosa que no hacían los temas de Mago de Oz, Savage Garden y otros.

Me acuerdo de todas esas cosas, pero por sobre todo me acuerdo de dos experiencias que terminaron siendo una sola: la primera vez que subí a la segunda planta de lo que sería un cholet y la vez que contemplé el paisaje que ofrecía la Apacheta cercana a Ventilla. De los cholets había oído hablar, pero no lograba entender cuál era su utilidad ni qué significaban. Todo esto cambió cuando mi hermano mayor me invitó a su casa para que vea la segunda planta del cholet que había empezado a construir, dicha construcción estaba en la fase de obra bruta, inacabada condición que, sin embargo, no opacó el asombro que sentí al final de los escalones que llevaban a la loza recién construida; lo que me asombro fue la amplitud que desde abajo o afuera de la construcción no se podía percibir, pues era (como le comenté luego a mi hermano) como si existiera otro terreno allá arriba. Lo fascinante no eran solo los metros cuadrados, sino las posibilidades a las que invitaba. Era cosa de cerrar los ojos e imaginar las numerosas y distintas habitaciones que podrían construirse ahí, en ese espacio vacío que a la luz del sol lucia casi tan blanco como una página vacía que espera ser llenada. Luego de dejar correr libremente mi imaginación, levanté un poco la vista para contemplar el paisaje. Podía ver las casas más sencillas y también los otros cholets en construcción, algunos muy cerca y otros más lejos. En ese momento llegué a la siguiente conclusión: lo especial de los cholets estaba en que representaban la materialización del cambio que mencioné antes. Lo elevado de esas construcciones simbolizaba el anhelo materializado del alteño por ser respetado, esa era otra forma de vencer a la vieja condición del derrotado. Esas construcciones costosas y firmes, que pueden llenarse como sus dueños quieran, pervivirían más allá de ellos mismos, como un homenaje festivo, algo soberbio, colorido y abarrotado de la voluntad por sobrevivir y permanecer.

La visión que tuve desde el cholet a medio construir de mi hermano se complementó con lo que sentí la vez que vi desde lo alto de la Apacheta de Ventilla; 360° que me hicieron entender mejor la nueva etapa que vivía mi ciudad. Fue una tarde de sábado, cuando mi padre me pidió que lo acompañara a realizar uno de los últimos pagos de dos terrenos que estaba comprando en los adentros de Ventilla. De los terrenos no hablaré más en esta crónica, pues quiero referirme a la tarde en que llegamos a la casa del vendedor, don Domingo Saico. El comunario entrado en años, luego de recibirnos junto a su esposa y de contar el dinero, quiso festejar el avance sacando para ello cuatro cervezas que tenía guardadas. Como yo no podía participar del pequeño festejo, debido a que estaba a cargo de la conducción del minibús de mi padre, decidí salir a dar una vuelta por los alrededores. Fue durante ese paseo que conocí a la Apacheta.

Nunca me había detenido en una Apacheta, menos aún para depositar una ofrenda. Quiero creer que la Apacheta perdonó mi ignorancia, pues no me impidió aquel día estar allí, encima, exclusivamente para contemplar el paisaje que me regalaba. En ese transcurso no logré dar con lo sagrado-religioso de la Apacheta, pero sí sentí lo sagrado-mágico. Y es que la vista que me regalaba me llevó a un estado de contemplación y epifanía que no había experimentado antes. La visión de mi ciudad me hizo pensar en la primera vez que la contemplé desde lejos; las cosas habían cambiado tanto. El Alto y su gente habían avanzado mucho, hasta tocar y rebasar los límites mismos del crecimiento proyectado. Giré mi cabeza y al hacerlo noté lo cercana que parecía la ciudad de Viacha y lo expedito que parecía ese rumbo que marcaba la Carretera a Oruro. El crecimiento no se detendría, pues construyendo y reconstruyendo nos habíamos vuelto dueños de lo que fue un pueblo vacío, rápido, en menos de cuarenta años, hasta desbordarlo horizontal y verticalmente. Mi ciudad, la que no tenía el verde de Achocalla o edificios como los de La Paz, era un lugar mejor porque estaba lleno de una vitalidad y una fuerza capaz de romper hasta sus límites físicos y simbólicos. La derrota, que había sido el signo de esta ciudad, fue definitivamente borrada cuando ellos y sus hijos se revindicaron material y simbólicamente para dejar en el olvido a la derrota del pueblo aymara. Los derrotados, los colonizados, ellos serían en adelante los colonizadores. Cosas como la expansión de la música chicha y la de los cholets son ya muestras claras de ello.

Después de octubre de 2003, llegamos a la segunda década de los 2000 y a un punto más alto del imaginado en el corto camino recorrido. Los alteños no solo logramos desde entonces ponernos de pie y levantar la mirada. Comenzamos, también desde 2003, a mirar hacia el horizonte y caminamos con paso firme hacia él.

El bajón o De lo ideal a lo real

Toda luna de miel termina. Así pues le pasó a mi ciudad y a sus habitantes. Lo expedito y prometedor que parecía su camino terminó cuando su avance se vio dificultado, no por las piedras del camino, sino porque sus pies empezaron a descoordinar los pasos al punto de tropezar el uno con el otro. Pasó lo que con muchas revoluciones y gestas heroicas: luego del triunfo comenzaron las diferencias que derivan en un quiebre.

Ese mal despertar, aquel fin del idilio, debo admitir que no lo vi o no quise hacerlo durante un buen tiempo, hasta los conflictos suscitados entre noviembre y diciembre de 2019. Noté lo grave y complejo de aquella situación la primera y segunda semana de noviembre en que, sobre el puente de la Extranca de Senkata, contemplé a mi ciudad y a mi gente resquebrajada.

Los conflictos de 2019 llegaron y la zona donde más se agudizaron fue la del Distrito 8, siendo el área circundante a la planta de gas donde lo más trágico se concentró. Los primeros días yo no sentí lo grave de la situación porque (como sucede cada año después de Todos Santos) el trabajo en mi horno y el de muchos otros se detuvo. Tuve la esperanza de que las cosas se calmen, de tal manera que podríamos reiniciar el trabajo con normalidad, pero no pasó así. Mientras la mayoría del país volvió a la normalidad, buena parte de El Alto se negó. Aquello hizo por poco imposible nuestro trabajo, pues las zanjas que estaban por todo lado impidieron la circulación del minibús en el que repartíamos el pan. Volvimos a usar los cochecitos con llantas de bicicleta que habíamos usado hacia 20 años atrás. Así salimos durante varios días, con los cochecitos a tope, sorteando los obstáculos físicos y los humanos. Fueron muy esforzados esos días, pero no completamente insufribles; nos daba ánimo la satisfacción de hacer llegar con mediana normalidad nuestro producto a aquellos lugares donde otros alimentos habían desaparecido. Aquellas largas y duras caminatas que comenzaban a las cinco de la madrugada y terminaban a las nueve o diez de la mañana se hicieron llevaderas también porque, de cierta manera, comprendíamos la lucha y los métodos de nuestros vecinos. Pacientes, o ingenuos, esperábamos que los ánimos se calmaran con el paso de los días.

Sin embargo, aquello no pasó. La Masacre de Senkata sucedió y agravó las cosas. Los bloqueos se hicieron más duros y nos vimos obligados a salir ya no a las cinco, sino a las cuatro de la madrugada.

Por la sangre derramada comprendíamos la renovada dureza de los bloqueos, sin embargo esta comprensión, esta empatía, llegó a su límite cuando el 15 de noviembre salí con mi hermano, mi padre y nuestros dos cochecitos de pan; hasta ese día sorteamos con cierta facilidad los obstáculos, pero la cosa cambió. Donde otros días solo había piedras, nos encontramos con una fogata y bloqueadores. Mi padre y mi hermano cruzaron sin dificultad, pero yo, que estaba más atrás, no pude hacerlo. Los hombres que estaban alrededor de la fogata me cerraron el paso y blandiendo sus palos me increparon diciendo que no debía estar trabajando y que iban a decomisarme el pan. Así pues comenzó una airada discusión en la que trataba de hacerles entender que, al no dejar pasar el pan, no me perjudicaban tanto a mí, sino a la gente que estaba del otro lado del puente. Los bloqueadores se negaron a entenderme y me dejaron pasar solo cuando los reté a que me saquen la mierda, pues no iba a permitir que me quiten ni un solo pan.

Después de alejarme de los bloqueadores, ya en el medio del puente, grabé y compartí un video en Facebook narrando el incidente: lo cerca que estuve de ser agredido por querer llevar el pan que necesitaba la gente. Me había llenado de indignación porque con impotencia vi en persona cómo el «sueño alteño» se seguía rompiendo, al menos en su aspecto de unidad comunitaria ideal o idealizada.

Durante mi caminata de regreso al horno, me puse a pensar en lo que estaba sucediendo. Trataba de entender qué sucedía. Detuve mi cochecito sobre el puente. Miré abajo y evidencié fragmentos, unos más grandes, otros más pequeños, todos caminando y moviéndose como simples individuos o como pequeños colectivos.

Comprendí pues que ese pueblo vacío y derrotado que fuimos empezó a moverse con el fin de cambiar su condición, ya que ese deseo era su fuerza. Percibíamos renovación y forma en el discurso de la izquierda, ese discurso que nos unía se constituía como uno de los pies que nos sostenía y nos permitía caminar en pos de nuestro objetivo, siendo nuestro otro pie el que hacía realidad el trabajo; ambas cosas nos sostenían y nos hacían avanzar, un pie tras otro. Y corrimos bien hasta que paradójicamente fue ese mismo avance el que originó que nuestros pies se interfirieran: discurso y trabajo empezaron a tropezar porque, mientras nuestro entorno cambiaba, no lo hacía el discurso del pobre. Discusivamente nos estancamos, ya no éramos los sujetos adecuados para repetir lo ya dicho hasta el cansancio; los sueldos habían subido, las calles ya no eran de polvo y barro, ya no éramos villa miseria, sino la segunda ciudad más grande de este país en cuanto a economía, población y cultura. Ya no éramos la carne de cañón que podía darse el lujo de parar el trabajo por semanas. Teníamos responsabilidades. Éramos negociantes, profesionales, empresarios, artesanos, obreros y, sobre todo, emprendedores. Cargábamos con la responsabilidad de sostener la confianza bancaria que nos ayudaba a pagar los gastos de nuestras familias, nuestras casas, nuestros vehículos y hasta las fiestas que teníamos o planeábamos darnos con justo derecho.

Mientras pensaba en eso y en más cosas, debo admitir que me sentí algo culpable, pues días antes (por una segunda publicación en Facebook) me llamaron paria. Sentí culpa por ir en contra de los discursos que en su momento le habían dado fuerza y forma a mi ciudad. El sonido de un petardo me alejó de las emociones contradictorias. Debía volver al horno, debía descansar para volver a trabajar y salir al día siguiente; la visión de mis canastas vacías me recordó que al otro lado del puente esperaban mi pan, pues mi trabajo llenaba los estómagos de la gente como no lo podían hacer los discursos de seres mezquinos y parasitarios que viven o sueñan con vivir de la política partidaria. Se pervirtieron quienes alguna vez juraron ser nuestros aliados, lo hicieron al punto de propiciar que un hermano alteño levante el puño contra otro. Aquel día los bloqueadores no me golpearon, pero por lo que me contaron mis caseras supe que otros no corrieron con tanta suerte como yo.

No es el fin del camino

Ciudad Apacheta no fue el primer título que pensé para estas páginas. Hubo títulos que descarté cuando noté que los primeros borradores redundaban en ser la simple oda a El Alto que publicaron alteños y no alteños de un bando político u otro. Hasta hace algunos años, eso no habría tenido nada de malo para mí, pero pasó lo que pasó y vi lo que vi. Fueron estos acontecimientos los que cambiaron mi entendimiento y me alejaron lo más posible de ese tipo de discursos que tienden siempre a ver todo como en una pantalla de televisor antiguo, donde solo existen los matices entre el blanco y el negro; ignoran la gran gama de colores. Deseché las versiones que me limitaban a mostrar a El Alto como la capital de una raza unida y casi perfecta, la que era capaz de enfrentar al mundo diciéndole de modo «humilde» cómo debían ser las cosas; visiones parecidas han llevado a la humanidad a muy ingratos momentos. Este texto, que ahora tiene el título que tiene, no nos encasilla en discursos ideológicos deterministas. Es más bien una metáfora. La Apacheta simboliza la transición y encarna bien, creo yo, distintos cambios en el camino que ha sorteado El Alto; cambios físicos y cambios internos; cambios que por otro lado no son exclusivos de esta ciudad, sino de muchos otros lugares y pueblos que vivieron experiencias semejantes.

Y no es que desprecie, por ejemplo, la sangre que llevamos en las venas la mayoría de los alteños. Solo considero que la mejor manera de hacer honor a los que nos antecedieron es rescatar lo mejor que nos heredaron. No sus traumas o resentimientos. Sino su capacidad de resistencia física y moral, ya que gracias a tales pudimos trabajar incansablemente, primero para sobrevivir, luego para conseguir la dignidad al transformar a un lugar vacío en uno lleno de vida, de color y movimiento. ¿No es acaso esa una de las normas de nuestros antecesores, precisamente la de no ser flojo?

No somos pues un Olimpo ni una Acrópolis, somos el lugar y escenario de los cambios propiciados por el trabajo y no por el discurso.

Esta no es una visión que pretende borrar a las anteriores. Es solo la visión un habitante de esta urbe que tuvo su momento más feliz cuando, en la fiesta de su boda, realizada en un cholet, vio ingresar a su novia bañada por los últimos rayos de sol de la tarde. La esposa que ahora lleva en su vientre a un nuevo alteño que no conocerá la precariedad, pero si el trabajo.
El camino no ha terminado.

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